Abortar o no abortar, ese no es el dilema
El 28 de septiembre es el día por la despenalización del aborto en América Latina y el Caribe.
Estoy a favor del aborto en toda circunstancia, consciente de que eso puede despertar polémica, sostengo esa posición porque creo en el respeto a la libertad irrestricta del derecho que tiene una mujer (una persona) de decidir sobre su cuerpo y su vida. Más allá de que estén o no de acuerdo conmigo (y antes de que lluevan insultos), lo que me motivó a escribir esto son dos experiencias: una personal, y una ajena.
Empezaremos por la prójima y, aunque no la conozco, me es posible empatizar con su sufrimiento personal. Ella es una mujer joven, casada, con formación profesional y educada en el respeto a los valores democráticos. Recientemente perdió a un hijo/a deseado/a y esa experiencia, que sin duda debe ser sumamente dolorosa, frustrante y triste, ha desencadenado consecuencias más allá de la perdida, que creo que son aún más dañinas para ella misma, para los hijos e hijas que pretenda tener más adelante y para la sociedad entera.
Sucedió que, producto de ese hecho traumático, cambió radicalmente de posición política respecto del aborto, pensándolo criminal, expresándose con frases de odio y homofóbicas hacia quienes estamos a favor de la libertad de elegir la maternidad, convencida de que las mujeres que lo eligen deben ser judicializadas y presas en cualquier circunstancia, y decidida a educar a su prole en el odio contra todos y contra todo lo que contemplara por asomo esa opción. Lamentablemente, no estoy exagerando.
Mi experiencia, por otro lado, fue que hace poco más de un año tuve que someterme a una operación que ponía en riesgo mis capacidades reproductivas de manera irreversible. Fue ahí que sentí, como nunca antes había sentido, el peso de la maternidad como misión. Pobre ilusa (seudo)ilustrada, me había creído liberada del yugo de lo que dicen (y te enseñan) que significa ser mujer: potencialmente madre. No es que no crea que es valioso serlo (óptimamente por decisión y de manera responsable) y que tal vez más adelante me interesaría (o tal vez no), pero el hecho de estar expuesta a perder esa capacidad de modo inminente provocó una angustia desconocida, de castración, de no cumplir un rol que bien sabemos no determina el valor de mujer alguna, pero que nos han enseñado, de una y mil maneras, que lo determina todo.
Finalmente, ello se cristalizó en un inmenso sentimiento de culpa por defender lo que siempre he creído desde el feminismo y que ahora con renovada convicción creo: que las mujeres no deben morir por decidir abortar, que debe haber medios seguros para que puedan acceder al aborto como derecho; que nadie tiene el derecho de estigmatizarlas ni a judicializarlas por ello, y que la maternidad debe ser un acto desinteresado y voluntario.
Sé que lo personal es político, pero hasta qué punto nuestra experiencia personal muy particular nos puede dotar de la autoridad y el convencimiento para regir sobre otras miles de vidas pensando que se debe aceptar la maternidad como predestinación, el aborto como homicidio y las mujeres que abortan como monstruos.
Ninguna de las dos, ni la prójima ni yo, hemos perdido capacidades reproductivas, muchas mujeres (y hombres) no las tienen, muchas mujeres (y hombres) sí las pierden; muchos sí las tienen y sí las quieren, y habrá también quienes teniéndolas no las quieran. Y aun cuando sé que nuestras experiencias no son comparables, pienso que a pesar de los avatares que pasemos al respecto o la condición en la que nos haya tocado vivir, el aborto en ninguna de sus aristas se debe tratar –de juzgar o normar- desde el “yo”; ni desde la religiosidad o moral personal, ni desde las experiencias traumáticas que nos afecten. Pedirnos eso es difícil porque somos seres humanos emotivos y no solo racionales, sin embargo, es en esa diferencia en la que se instalan los marcos sociales y jurídicos en los que nos permitimos vivir y dejar vivir.
Ni la prójima, ni yo, ni tú somos jueces en este litigio que no es tal, pues al hablar de aborto hablamos de una realidad en la que miles de mujeres mueren todos los días en manos de servicios abortivos clandestinos.
Despenalizar no es promover, estar a favor no es forzar. Se trata tan solo de creer que es bueno evitar la muerte de seres humanos (¡adivinen qué! ¡Las mujeres somos seres humanos! ...Es que a veces parece que no es obvio) quienes, recurriendo a servicios clandestinos insalubres y negligentes, arriesgan su vida diariamente. También están los salubres y de calidad igual de clandestinos pero bastante más costosos, a ellos recurren las que pueden, en silencio y sin exponerse al escarnio de nadie.
La educación sexual no es suficiente, es un trabajo paralelo, muy necesario y está bien pero no es suficiente.
Prohibirte ser mamá es tan arbitrario como obligarte a abortar. Obligarte a ser madre es tan arbitrario como prohibirte abortar.
El dilema no está en perdernos en juicios morales, amarillismos, y la arrogancia de aquellos y aquellas que pretenden hablar por todas y cada una de las mujeres sobre si está bien o mal, si será traumático o si estarás orgullosa, si sus razones son válidas o egoístas, porque absolutamente nada de eso impide que hoy aquí y más, muchas más, sigan muriendo.