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No se nace blanco, se llega a serlo

Publicado: 2013-12-03

Todos los dedos en la habitación apuntan hacia mí. Los primeros versos de Crucify de Tori Amos presentan una valoración conocida desde y difundida por el feminismo: tras la violencia del macho, la culpa corre y se instala en las mujeres. Es tu culpa. Grande y ruidosa, todos la perciben, innegable, incomparable. Quiero escupir sobre sus rostros, pero tengo miedo de lo que eso pueda traer. Como un cascabel, rechazar esta culpa, redirigirla hacia el patriarcado, tratar de que este la reconozca como propia, solo atraerá más atención sobre una, sobre lo que debiste hacer, sobre lo que no debiste hacer, ¿porqué hiciste eso?, ¿qué estabas haciendo? He estado buscando un salvador entre estas calles sucias, bajo estas sábanas sucias. He estado levantando las manos, clavándome uno y otro clavo. Tengo culpa suficiente como para iniciar mi propia religión.

Son entonces las mujeres, sus acciones y decisiones, un cuerpo sobreexpuesto en el escenario de la violencia machista: sobre ella, todas las luces. Oscuras permanecen las fuerzas, voluntades y desplazamientos del otro protagonista, ávido de salir a la luz a la hora de las felicitaciones. Buena parte del accionar feminista, ese que se juega en el cotidiano, consiste en cuestionar ese principio de autoridad, esa pretendida infalibilidad del macho por sobre la negligencia y trivialidad que caracterizaría a toda agencia femenina. Desocupar la culpa, escupirla sobre el rostro del patriarcado.

Sin embargo, acabo de apelar a la experiencia de una mujer blanca para impugnar la culpa propia. Otro principio de autoridad se establece. ¿En la jerarquía racializada que caracteriza a las dinámicas sociales, económicas y culturales en el Perú existe también esa suerte de sobreexposición a la que es sometida la sujeta femenina “de color” antes, durante y después de la violencia machista? Debo pasar por mi calvario si quiero tener mi cruz. Si la culpa te deja sola en el escenario, ¿dónde y cómo te dejan las otras marcas de inferioridad? ¿Qué hacemos con ellas?

Carmen Ollé: “He vuelto a despertar en Lima a ser una mujer que va / midiendo su talle en las vitrinas como muchas preocupada por el vaivén de su culo transparente”. Ollé presenta una conciencia femenina preocupada por la inadecuación del cuerpo propio respecto del estereotipo elogiado. Una conciencia entre muchas otras, en donde esas muchas son otras mujeres. Mujeres que comparten con otras mujeres el no dejar de crucificarse. Después de todo, ¿quiénes sino las mujeres son enseñadas compulsivamente que antes que sujetos, son objetos, objetos que envejecen, enferman y dejan de ser deseables, pasan a ser abominables? No se dice en los versos de Ollé, pero buena parte de esta enseñanza es transmitida entre mujeres, mujeres que no conocen otra forma de ser sino esa, mujeres. De madre a hija, de hija a prima, de hermana a hermana. Patriarcado por filiación. Debo pasar por mi calvario si quiero tener mi cruz.  

Pero, ¿y las otras marcas? Edward Said habla de relaciones de afiliación para destacar modos de pertenencia cultural, identidades, que se adoptan debido, ya no por respeto, amor, o temor al padre o a la madre (relaciones de filiación), sino por cierto sentido de verdad que atribuimos a valores propios de una corriente de pensamiento. Por ejemplo, una muchacha atea busca en otros espacios de socialización cierto tipo de validación que no podría encontrar entre sus familiares católicos. Un homosexual haría lo mismo para hallar espacios menos plenos de heterosexualidad compulsiva y homofobia. Un joven cholo, ¿recibe el racismo por filiación o se afilia progresivamente a él? Esta pregunta no tiene sentido, ya que ambos circuitos se retroalimentan. Sin embargo, la idea de afiliación puede emplearse para hacer reconocible qué valores son apropiados mayoritariamente por los individuos, qué verdades son consumidas y difundidas incluso por quienes debieran despreciarlas y atacarlas.


“Me doy cuenta de que una mujer no es tan blanca como cree cuando reconozco que se siente apeligrada por mi marronitud”. Esto me lo dijo un amigo para referir el sentido de pérdida de blancura que ciertas mujeres que se tienen por blancas o blanconas pueden sentir al verse rodeadas o asediadas por hombres menos blancos que ellas. Algo así como un “dime con quien andas y te diré quién eres”. Mi amigo me comentaba que, cuando sentía que esto ocurría, empezaba a exteriorizar su cabritud para que dichas mujeres dejasen de tratarlo, por decir lo menos, con aprehensión. “Solo una aculturada, alguien que no participa `genuinamente´ de lo blanco, puede sentir que perderá su precaria cuota de blancura si empieza a relacionarse con cholos, negros o marrones”. No se nace blanco, se llega a serlo. Y si se es cholo aspiracionista, se permanece en la mera aspiración. La hegemonía de la blancura, el sentido común de que si no se es blanco hay que, por lo tanto, tratar de acercarnos con todos nuestros esfuerzos a parecerlo o tratar de pasar por uno, es una práctica cotidiana de afiliación a poses y desplazamientos propios de lo que imaginamos como “lo blanco”. Y si no se nace blanco, tampoco se nace negro. Uno empieza a saber que lo es cuando empiezan a nombrarte, es decir, a aplastarte.


Escrito por

Max Lira

toda cubierta de arenas y de ritos


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